lunes, 14 de mayo de 2012

El nefasto Cardenal Cipriani


Un día, durante los años de las masacres y las desapariciones, apareció a un lado de la puerta del Arzobispado de Ayacucho una pizarra en la que se leía “No se aceptan reclamos sobre derechos humanos”.
Alguien habrá pensado que era una broma, pero no: era una disposición del Arzobispo. Cuando, años después, la Iglesia Católica peruana puso a ese mismo hombre, Juan Luis Cirpriani, en el escalón individual más alto de su jerarquía, se hizo el daño mayor que se haya podido autoinfligir en su historia reciente.
No importa si uno es católico o no, cristiano o no, o, en general, si uno es religioso o no lo es: las iglesias existen debido a la necesidad humana de buscar referentes sólidos y tangibles para sus ideas morales. Ese aviso de Cipriani no era una declaración de los principios de la Iglesia (de hecho, era su flagrante transgresión), pero sí dejaba en claro cuál es la moral que, según Cipriani, la Iglesia debía defender y tratar de consolidar.
Cuando, en los años siguientes, Cipriani se convirtió en abogado oficioso de delincuentes encarcelados por crímenes contra la humanidad, cuando llamó “cojudez” a los organismos que reclaman por la defensa de los derechos humanos, cuando se ofreció de voluntario capellán para dar sermones salpicados de groserías en uno de los campos de torturas del régimen fujimorista, cuando declaró que la creación de un Museo de la Memoria no era una idea conciliable con el cristianismo, no estaba haciendo sino ser consecuente con el principio expresado en ese pizarrón huamanguino: en un país mayoritriamente católico, monseñor Cipriani es un feroz enemigo de sus feligreses, por lo menos, de los que más urgentemente podrían necesitarlo.
No tengo una estadística que respalde mi idea; es tan sólo una impresión, y la impresión de alguien que no es católico: es posible que Cipriani sea responsable de más deserciones y abandonos de la fe católica, o de la esfera de influencia de la Iglesia Católica, que cualquier otro individuo en la historia contemporánea del Perú.
Resulta casi inconcebible la idea de un joven empático y caritativo, preocupado por el bienestar material y espiritual de sus prójimos, que, viendo la ejecutoria pública de Cipriani, diga un día: “este es el camino”. Es muy fácil imaginar a ese mismo joven o a esa misma chica pensando: “si esto es la Iglesia Católica, no quiero tener que ver nada con ella”.
Ahora, Cipriani decide quitarle al padre Gastón Garatea el permiso eclesiástico para cumplir su misión de sacerdote católico. ¿Por qué? Porque el padre Garatea ha incurrido en la imperdonable falta de declarar que las uniones civiles homosexuales deberían ser reconocidas legalmente.
Obviamente la posición de Garatea no es la posición oficial de la Iglesia. Sospecho que considerar una cojudez a los derechos humanos y negar consejo y ayuda, o simplemente conmiseración y caridad, a las víctimas del terrorismo y de los crímenes cometidos por las Fuerzas Armadas, y servir de aliado perenne a una dictadura homicida, todo eso tampoco es una posición oficial de la Iglesia.
Pero hoy, la Iglesia que premió a Cipriani por todo eso, otorgándole obispado, arzobispado, cardenalato, un sitio en la Congregación por las Causas de los Santos y otro en la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, que lo colocó a la cabeza de la cristiandad peruana y que lo consideró entre los posibles reemplazos del Papa anterior, esa misma Iglesia, hablando a través de los labios de ese mismo individuo abominable, piensa que las declaraciones del padre Gastón Garatea lo inhabilitan para ejercer las prerrogativas y los deberes del sacerdocio.
Mi impresión es que, gracias a estas cosas, el catolicismo en el Perú, como compromiso individual, como compromiso de fe personal, se va convertiendo en una religión que sólo es justo ejercer fuera de la esfera de influencia de las autoridades de la Iglesia, por lo menos hasta que la Iglesia se limpie de sus excrecencias en lugar de otorgarles cada vez más poder y hacerlas cada vez más centrales.
Cipriani, evidentemente, no está tomando esta medida para preservar la doctrina: está cobrándose  venganza contra un sacerdote progresista, ex-miembro de la Comisión de la Verdad, contra un sacerdote intelectual que espera de sus feligreses racionalidad y, sobre todo, la convicción de que la búsqueda del bien es el principio irrenunciable de una profesión de fe cristiana. Cipriani está actuando una vez más como el leguleyo lamentable que es, el abogado de nuestros peores demonios, dispuesto a sofocar toda verdadera forma de bondad que aflore entre los suyos. Escrito por: Gustavo Faverón Patriau (Perú).

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JAIME ESPEJO ARCE