viernes, 10 de agosto de 2012

A cincuenta años del Concilio Vaticano II


Iglesia y democracia


¿Ha sido alguna vez, es o debiera ser la Iglesia católica una institución democrática? ¿Qué formas de democracia podría llegar a asumir y cuáles no le corresponden? La mayoría de instituciones y sociedades modernas aspiran a ser democráticas. ¿Esto prueba que la democracia es siempre un valor, o podría haber circunstancias en que no lo sea? Estas preguntas son especialmente relevantes este año en que se celebra cincuenta del inicio del Concilio Ecuménico Vaticano II, uno de los que más se interesó en adaptar a la Iglesia a los “signos de los tiempos”.
La expresión “los signos de los tiempos” aparece en los evangelios (Mt. 16, 1-4; Mc. 8, 12; Mc 13, 1-23; Lc. 12, 54-56) dicha por el propio Jesús para referirse a la sutileza necesaria para reconocer el Reino de Dios. Sin embargo, Juan XXIII la usó con frecuencia para aludir a una manera nueva de interpretar las manifestaciones de Dios en las actividades humanas. De hecho, una de las preocupaciones principales de ese Papa, y tal vez del propio Vaticano II, fue cómo hacer que la Iglesia retome el liderazgo moral e intelectual que alguna vez tuvo y que fue perdiendo progresivamente. Algunos pontífices anteriores a Juan, como Pío X, consideraron al modernismo como el responsable de esta brecha, pero Juan fue mucho más humilde y atinado al darse cuenta de que la propia Iglesia tenía mucha responsabilidad en este alejamiento. Por eso, uno de los objetivos de Vaticano II fue colaborar en el necesario proceso de actualización y democratización de la Iglesia, lo que nos obliga a formularnos varias cuestiones previas.
Es necesario preguntarse qué se entiende por democracia y cuáles son sus rasgos principales. Sin duda, hay diversas maneras de entenderla, pero probablemente una definición con la que todos estaríamos de acuerdo subrayaría los siguientes rasgos: (i) La participación de todos —o de la mayoría— de los miembros de una sociedad en las decisiones colectivas. En algunas democracias esto se realiza a través del voto universal, en otras por medio de colegios electorales o de representantes elegidos para cumplir ese cargo. (ii) La existencia de mecanismos formales establecidos para la elección de los gobernantes, la toma de decisiones colectivas y la distribución de los cargos y del poder, en la que todos o la mayoría de los individuos puede participar. (iii) La plena libertad para expresarse sobre cualquier tema, tanto de forma como de contenido, así como para proponer modificaciones del sistema. (iv) El que las decisiones públicas se tomen sobre la base de mecanismos que fomenten el intercambio de ideas, no de manera arbitraria ni por imposición de la autoridad, y tampoco sin una adecuada justificación racional. (v) El principio de que todos los miembros de la sociedad tienen los mismos derechos y los mismos deberes.
Así entendida, la democracia es un ideal regulativo, no siempre realizable y quizá nunca realizado. Ello es así por múltiples razones, siendo una de las más importantes las relaciones de poder y dominación presentes en casi toda sociedad, lo que hace imposible que los cinco rasgos antes mencionados se cumplan por completo. Por eso, aunque seguramente la mayor parte de los ciudadanos de las sociedades modernas creemos en la democracia y deseamos que ésta se instituya en la mayor parte de organizaciones humanas, somos conscientes de que no hay sociedad plenamente democrática no obstante que, sin duda, algunas son más democráticas que otras y que nuestro deber es trabajar para una mayor democratización de todas las instituciones.
Será necesario preguntarse, ahora, si la Iglesia católica ha sido alguna vez democrática y si debiera serlo, según los rasgos señalados. Por una parte, no es históricamente cierto que la Iglesia no haya sido nunca una institución democrática. Cuando Jesús la instituyó, estaba conformada por un grupo de personas que se sentían atraídas por sus ideas y, sobre todo, por su inusual comportamiento. Había muchos grupos diferentes de hombres y mujeres que lo escuchaban y lo seguían, pero había grupos más cercanos a él, y el más cercano de todos estaba conformado por 12 hombres que no tenían más autoridad que el propio Jesús.

Después de la crucifixión Jesús se mantuvo entre sus discípulos cada vez que ellos lo convocaban en la eucaristía. Sus ideas y su comportamiento siguieron siendo la autoridad, aunque él confiara a Pedro la obligación de tomar las decisiones necesarias para mantener la Iglesia (Mt. 16, 19). Pero hay que recordar que Pedro era primus inter paresy que la Iglesia de los primeros cristianos continuó siendo una comunidad de iguales que solo reconocía la autoridad de Cristo.

Una verdadera revolución política se dio cuando el emperador Constantino legalizó al cristianismo en el año 313 mediante el edicto de Milán. Él también convocó al Primer Concilio de Nicea, en 325, y así oficializó al cristianismo y distinguió entre las interpretaciones correctas y las desviadas de las enseñanzas cristianas. Este emperador logró cierta unificación del pensamiento cristiano, que estaba doctrinalmente dividido, pero al mismo tiempo convirtió lo que era una religión de esperanza para los marginados y desposeído en una vinculada a la institucionalidad del poder. Es debatible si esa vinculación fue beneficiosa o perniciosa para el mensaje cristiano. En todo caso, hay que admitir que ahí se produce una flexión importante pues, por muchos siglos, la democracia no será la característica principal de la Iglesia.
No nos detendremos en la compleja historia de la cristiandad, que tiene tantas luces como sombras, sino más bien en otro importante hito histórico: el Concilio Vaticano II. Éste fue el concilio número 21, si uno considera tanto la tradición latina como la griega, o el número 13 si uno solo toma en cuenta la latina, y el último hasta el presente. Un concilio ecuménico es un encuentro de todos los obispos de la Iglesia para precisar y definir cuestiones en materia de doctrina o de práctica, con tanta autoridad como la del propio Papa.
El Concilio Vaticano II fue convocado por Juan XXIII y duró de 1962 a 1965, siendo concluido por Pablo VI, pues Juan había muerto en 1963. Se planteó cuatro objetivos principales: (i) Definir con mayor precisión la naturaleza de la Iglesia y el rol de la autoridad, particularmente de los obispos. (ii) Renovar la Iglesia según los nuevos tiempos. (iii) Buscar la unidad de los cristianos de las distintas denominaciones y generar un mayor diálogo con los creyentes en otras religiones e incluso con los no creyentes. (iv) Mantener abiertos los canales de diálogo y comunicación con el mundo de entonces.
Como se verá, el objetivo que permea esos cuatro puntos es el buscar la renovación de la Iglesia y adaptarla al mundo tal cual era en ese momento. Esto reconoce implícitamente que la Iglesia, como construcción humana que es, cambia y necesita cambiar, según los signos de los tiempos. El término que más se empleó durante el Concilio fue“aggiornamento”, es decir, actualización o puesta al día de la Iglesia, revisando tanto el fondo como la forma, con el objetivo de modificar una cierta tendencia a ser una institución cerrada en sí misma para convertirla en una pieza esencial en la marcha de la humanidad, en la que su liderazgo fuese conspicuo y relevante. Es interesante que el lenguaje que se empleó haya sido siempre conciliatorio y que el Concilio no definiera ningún dogma.
El término que más se empleó durante el Concilio fue "aggiornamento", es decir, actualización o puesta al día de la Iglesia, revisando tanto el fondo como la forma, con el objetivo de modificar una cierta tendencia a ser una institución cerrada en sí misma para convertirla en una pieza esencial en la marcha de la humanidad. 
A partir de Constantino, la estructura política de la Iglesia se moldeó a semejanza de la del Imperio Romano, es decir, se convirtió en una institución vertical y aristocrática, en el sentido de que era gobernada por los que se consideraban mejores y más ilustrados. Es un hecho que durante la Edad Media fue la Iglesia, a través de su estructura institucional, los monasterios y las universidades, uno de los reductos de la ilustración y la cultura en un mundo donde la mayoría carecía de educación formal. Por ello, aunque es materia de debate, puede ser razonable suponer que en ese largo periodo la Iglesia realmente fuera, o creyera ser, una especie de aristocracia intelectual. Pero es claro que eso no se cumple en el mundo actual, lo que explica por qué la Iglesia se ve a sí misma tan distanciada de la gente de hoy. Por una parte, actualmente nadie confía en las instituciones donde no hay criterios democráticos, no solo porque éstas tienen un estilo opaco y misterioso de hacer las cosas que genera comprensible desconfianza sino, además, porque lo natural hoy en día, en un mundo de gente razonablemente educada, es que las decisiones complejas sean el producto de deliberaciones e intercambios de ideas públicos, que es donde la verdad y el error se reconocen más fácilmente.
Por eso es inexacto decir que la Iglesia no es una democracia sino una institución en la que unos mandan y otros obedecen, bajo el argumento, inválido pero repetido, de que Dios mismo elige a la jerarquía y determina la verdad de la doctrina. Eso no puede ser cierto, pues si lo fuera habría que decir que Dios eligió a Alejandro VI y a Fray Tomás de Torquemada, y que Él mismo quiso que se torturase en su nombre.
Algunas personas simplifican exageradamente el concepto de democracia, al suponer que ella se reduce a elegir algo o a alguien por mayoría de votos. La votación es solo un medio, no un fin. Lo esencial en la democracia es que se trata de un sistema que implica procesos de representación, equilibrio de poderes y debate intelectual. Pienso que toda institución civilizada es y debería ser democrática. Considero también que si bien la Iglesia católica se ha ido democratizando con el tiempo, debería avanzar aún más en ese propósito. Todos somos Iglesia y, por tanto, todos tenemos el deber y el derecho de participar, de una u otra forma, en su construcción.
¿En qué sentido creo que Vaticano II se propuso, implícitamente, democratizar a la Iglesia? Siguiendo los cinco rasgos anteriormente señalados, pienso que intentó generar las reformas necesarias para que: (i) Exista másparticipación de los laicos, tanto en la organización como en el pensamiento de la Iglesia. (ii) Haya más transparencia y apertura en las decisiones. (iii) Se garantice la verdadera libertad de los seres humanos para seguir a Jesús sin imposiciones ni coacciones, sino por la fuerza natural de sus enseñanzas, respetando los valores esenciales de la persona. (iv) Se haga posible un diálogo permanente con la razón y la ciencia, es decir, con el mundo secular actual.
Considero que el objetivo último de Vaticano II fue recordarle a la gente que la Iglesia tiene algo relevante que decirle y hacer las modificaciones necesarias en ella para que el pensamiento católico sea un “conversation starter”y no un “conversation stopper”, es decir, un discurso iniciador de conversaciones y no uno clausurador de ellas, esto es, uno que verdaderamente fomente el diálogo y la comunicación y no uno que lo bloquee. Sospecho que ése es el mensaje principal de Vaticano II, que, además, mientras sea el último concilio, es la doctrina oficial de la Iglesia católica.
El diálogo con los otros credos y con los no creyentes fue también uno de los puntos centrales en la agenda, pues la Iglesia no puede arrogarse el conocimiento pleno de la verdad. Es importante recordar que la Iglesia enseña una doctrina basada en las enseñanzas de Jesús, y que esta doctrina no es una copia fiel sino una interpretación humana de ella, con lo cual siempre hay espacio para mejorarla sobre la base del intercambio de ideas, aprendiendo de todos, incluso de aquellos que se han apartado de las enseñanzas de Cristo.
Pero la propuesta de una mayor democratización de la Iglesia no debe ser malinterpretada. Esto no radica en que la verdad sea elegida por consenso: eso no ocurre ni en teología ni en ninguna otra actividad o disciplina. Es obvio que las creencias verdaderas en ciencia o en cualquier otro ámbito no se definen por mayoría de votos, pues la democracia no es una propiedad de la verdad sino de las instituciones que la buscan. La verdad no es invención nuestra ni es producto del acuerdo social. Precisamente por eso, ella no se impone sino se descubre en el mutuo aprendizaje. Así, pues, democratizar a la Iglesia no es convertir sus enseñanzas en producto de las ánforas sino, más bien, modelar su estructura de manera que ésta sea cada vez más una institución vinculada a las sociedades actuales y, así, haya una interacción que garantice el mutuo aprendizaje.
Otro de los puntos centrales de Vaticano II fue la importancia y el valor de las personas en sí mismas, de sus derechos y de su sufrimiento. El Concilio se interesó, sobre todo, en reconocer la responsabilidad que todos tenemos en el padecimiento humano, así como subrayó nuestra obligación para hacer que la vida en sociedad sea cada vez más digna y más equitativa. Esto conduce, naturalmente, a la opción preferencial por los pobres y excluidos, es decir, a un interés especial —pero no único— por los que más necesitan de Dios. Ellos son los que sufren por ser marginados e invisibilizados, por ser una minoría, por ser de otra raza, por no creer lo que la mayoría cree, por ser víctimas de sistemas injustos o, simplemente, por ser distintos.
Vaticano II significó un maravilloso cambio estructural en la Iglesia católica, acorde con la revolución que significó el siglo XX en relación con los siglos anteriores. Precisamente por ello, este Concilio generó reacciones negativas e incomprensiones. Es posible decir que incluso hoy, cincuenta años después, su mensaje no ha sido plenamente comprendido y, menos aún, ha llegado a hacerse carne en la propia Iglesia. Creo, sin embargo, que es un mensaje tan valioso que pronto terminará siendo parte de su identidad.

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JAIME ESPEJO ARCE