viernes, 5 de octubre de 2012

Destrucción mutua: A 50 años de la crisis de los misiles




JFK:“[…] Dean, por favor, explícame entonces cómo se llevaría a cabo todo el proceso”.

DA:
“Su primer paso, señor, será darles a los soviéticos entre 12 y 24 horas para que retiren los misiles [de territorio cubano]. Ellos, obviamente, se negarán. Entonces usted ordenará los ataques, seguidos de la invasión. Opondrán resistencia y serán vencidos. Tomarán represalias contra otro objetivo en alguna parte del mundo, seguramente Berlín. Cumpliremos con nuestros compromisos del Tratado [de la OTAN], y los enfrentaremos allí, venciéndoles según nuestros planes”.


JFK:
“[…] Planes que requieren armas nucleares… [Silencio] ¿Y cuál sería el paso siguiente?”


DA:
“Esperemos que prevalezca la cordura… antes de llegar al paso siguiente”.
Extracto de la conversación entre John F. Kennedy, presidente de los Estados Unidos,
y Dean Acheson, ex Secretario de Estado (Canciller)

en la película 13 días (2000)

A lo largo de toda su historia, la humanidad ha pasado por diversos periodos de auge y decadencia en los que la paz ha sido la excepción a una regla de permanente conflicto entre grupos humanos, sean éstos tribus, etnias, pueblos, ciudades, países o imperios. Sin embargo, hasta antes del siglo XX las más sangrientas guerras estuvieron restringidas a un área geográfica específica y en ellas se usó siempre un determinado tipo de armamento con capacidad limitada. Todo eso cambió durante la Segunda Guerra Mundial con la invención de las armas nucleares, que tenían la capacidad de arrasar con ciudades y países enteros, de matar a millones de seres humanos en cuestión de segundos. Fue la obtención de este tipo de armas por las dos principales superpotencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial lo que abrió el camino a una rivalidad que duró 45 años, y que llegó, en un momento, a poner en riesgo la supervivencia de la especie humana.
Como sabemos, la llamada Guerra Fría (1946-1991) enfrentó a los dos mayores bloques de países del mundo (el Occidente capitalista, liderado por los Estados Unidos, y el Oriente comunista, encabezado por la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) en una contienda a todo nivel (geopolítico, militar, económico e ideológico), con el objetivo de lograr la hegemonía en el sistema internacional a través de la imposición de sus respectivos modelos político-económicos. Si bien esta rivalidad nunca llegó al nivel de confrontar directamente a los países líderes de sus respectivos bloques, tanto los EE.UU. como la URSS crearon áreas de influencia enfrentadas entre sí, como los jugadores de un gran tablero de ajedrez. Esta ausencia de confrontación directa se produjo gracias a la disuasión que producía la tenencia de armas nucleares en ambos bandos: si alguno de los dos países las llegaba a utilizar contra el otro, recibiría una respuesta similar.
A partir del fin de la Segunda Guerra Mundial, el desarrollo de los programas nucleares por ambas superpotencias dio inicio a una carrera armamentista imparable, al punto que se crearon armas tan poderosas que serían capaces de arrasar no con países sino con continentes enteros; y en el caso de que quedara alguien con vida, la radiactividad consecuente, que duraría varios cientos de años, haría que, al final, nadie pudiera gozar de los frutos de la victoria, pues solo algunos insectos y bacterias habrían sobrevivido. A esto se le llamaba la hipótesis de Destrucción Mutua Asegurada (DMA/MAD), vigente durante todo el periodo que duró la Guerra Fría (Burke, Anthony: “Nuclear Reason: At the Limits of Strategy”. [versión electrónica]. International Relations,23 (4), 2009, p. 514). Fue en el año 1962 cuando esta hipótesis casi se hace realidad.
Este mes de octubre se cumplen 50 años desde la llamada “Crisis de los Misiles de 1962”, en la que los Estados Unidos y la Unión Soviética estuvieron al borde de una guerra nuclear a causa del despliegue de misiles soviéticos de rango mediano e intermedio en Cuba. Estos misiles tenían la capacidad de impactar en todo el territorio de los Estados Unidos, a excepción de la ciudad de Seattle, ubicada en el extremo noroeste. Aquí recordaremos el devenir de ese punto clave de la historia de la Guerra Fría y de la historia universal.
A fines de los años 50 del siglo pasado, la situación parecía estabilizarse en el escenario internacional. En la Unión Soviética, Iósiv Stalin había muerto y, junto con él, su doctrina sobre la inevitabilidad de la “confrontación final” con los países del bloque capitalista. El nuevo líder soviético, Nikita Khruschev, no solo denunció los crímenes cometidos por su predecesor, sino que, además, desistió de crear un mercado socialista mundial unificado que terminase derrotando y absorbiendo al capitalismo occidental. Y, lo más importante, planteaba un relajamiento de las tensiones con los Estados Unidos y Occidente a través de la doctrina de “coexistencia pacífica”, lo que influyó de manera decisiva en la ruptura del gran bloque comunista que la URSS conformaba con la China de Mao-Tse-Tung (Moore, Karl y D. Charles Lewis: “Globalization and The Cold War: The Communist Dimension” [versión electrónica].Management & Organizational History, 5 (1), 2010, pp. 10-11).
Del lado de los Estados Unidos, el gobierno del presidente Dwight Eisenhower consolidó su estrategia militar de “represalia masiva”, a través de la cual se dejaban de lado las armas convencionales y los ejércitos regulares para centrarse en la creación de misiles balísticos intercontinentales (ICBM) que pudieran responder a un eventual ataque soviético a territorio de Europa Occidental, aliada de los Estados Unidos en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) (Klare, Michael T.: La guerra sin fin. Barcelona: Editorial Noguer, 1974, pp. 43-48). La Unión Soviética carecía de este tipo de misiles intercontinentales, y los analistas occidentales estimaban que Khruschev estaría dispuesto a aceptar el statu quo de superioridad nuclear estadounidense en aras de la paz.
Sin embargo, no fue así. A partir de 1958, los conflictos diplomáticos que protagonizaron los vencedores de la Segunda Guerra Mundial (Estados Unidos, Francia y Reino Unido, por un lado, y la Unión Soviética, por el otro) recrudecieron a causa de sus distintas visiones de la situación de la vencida Alemania, y especialmente de la capital, Berlín, ciudad que quedó dividida en dos sectores, Este y Oeste. Con la construcción del tristemente célebre Muro de Berlín en 1961, la Unión Soviética delimitaba su área de influencia.
No obstante, fue un evento aparentemente marginal como la Revolución cubana de 1959, encabezada por Fidel Castro, lo que niveló la paridad estratégica entre las superpotencias. Castro, que había asumido el poder con una plataforma económica nacionalista y un régimen político dictatorial, abrazó el internacionalista marxismo-leninismo como doctrina oficial de gobierno para, así, poder recibir ayuda económica de la URSS. De esa manera, Cuba, a la vez que se posicionaba como foco exportador de revoluciones políticas, ofrecía a los soviéticos la oportunidad de establecer una cabeza de playa en el continente americano. La respuesta estadounidense no se hizo esperar: en 1961 la CIA organizó la invasión militar de la isla a través de la Bahía de Cochinos (suroeste), con ayuda de mercenarios y exiliados cubanos. La invasión falló. En consecuencia, al tiempo que la Revolución de Castro se consolidaba, disminuía la popularidad en su país del nuevo presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy, del Partido Demócrata.
Khruschev tomó nota de lo sucedido, y decidió actuar.
El 14 de octubre de 1962, un avión de vigilancia estadounidense del tipo U-2 obtuvo fotografías aéreas de lo que sería el desplazamiento de misiles soviéticos con cabezas nucleares en territorio cubano. Cinco días después de estudiar estas imágenes junto a otros documentos de carácter secreto, los analistas del gobierno estadounidense determinaron que los misiles estarían totalmente operativos el 27 de octubre, 13 días luego de su descubrimiento. Se calculaba que el impacto de esos misiles mataría a más de 200 millones de estadounidenses el primer día.
El gobierno de John F. Kennedy tuvo que actuar desde todos los frentes para resolver la crisis. Eso incluía el frente interno, dada la poca estima de la que gozaba el presidente entre el sector más belicista de las Fuerzas Armadas, que minimizaba las posibles consecuencias de una escalada nuclear. Asimismo, un sector de la prensa que no veía al presidente con buenos ojos no colaboraría en el apoyo a una negociación discreta y de alto nivel, como lo exigía la delicada situación del momento. Obligado a neutralizar ambos frentes, y delineando una meticulosa estrategia diplomática, Kennedy logró que las labores de emplazamiento de misiles se detuvieran el último día.
En 1961 la CIA organizó la invasión militar de la isla a través de la Bahía de Cochinos, con ayuda de mercenarios y exiliados cubanos. La invasión falló y al tiempo que la Revolución de Castro se consolidaba, disminuía la popularidad en su país del nuevo presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy.
Como resultado de la negociación, los soviéticos aceptaron retirar su personal y material militar a cambio de que los Estados Unidos se comprometieran a cesar sus intentos de invadir Cuba, así como a retirar sus bases de misiles en Turquía, país fronterizo de la URSS. El fracaso de Khruschev en Cuba también les sirvió a los soviéticos como antecedente para no volver a intentar una aventura similar en el futuro. Aunque años después llegaron a reunir un gran arsenal de misiles intercontinentales, nunca llegaron a pensar que pudieran representar una amenaza real para los Estados Unidos, y prefirieron enfocarse en apoyar las diversas “guerras de liberación nacional” que se estaban produciendo en países como Angola, Etiopía, Nicaragua y Afganistán (Kissinger, Henry: La diplomacia. México: FCE, 2000, p. 583).
Cincuenta años después de la crisis, podemos hacer un balance más profundo de lo sucedido, especialmente luego de la desintegración de la URSS en 1991 y la consecuente transición a la democracia de la Federación Rusa. En primer lugar, comprender las intenciones de los soviéticos. Si bien oficialmente Khruschev justificaba el desplazamiento de los misiles como una medida orientada a evitar otra invasión estadounidense similar al fiasco en Bahía de Cochinos, el historiador estadounidense Martin Malia (en The Soviet Tragedy: A History of Socialism in Russia, 1917-1991. Nueva York: Macmillan, 1994, pp. 346-347) señala al menos cuatro razones por las cuales la Unión Soviética decidió emprender esta riesgosa jugada.
Primero, porque era una forma económica de paliar la carencia de misiles balísticos intercontinentales. Moviendo misiles de rango mediano e intermedio al “patio trasero” de los Estados Unidos, Khruschev esperaba balancear el poder nuclear americano a través de la proximidad geográfica (Cuba se encuentra a solo 90 millas de Miami). Segundo, para mantener contento al stablishment militar soviético, cuyos efectivos y presupuestos habían sido recortados a causa de los nuevos programas sociales implementados por el gobierno de Khruschev. Tercero, como una forma de presionar a los Estados Unidos a aceptar la presencia soviética en Alemania Oriental, usando los misiles como elemento de negociación. Y, por último, para posicionarse frente a China como la voz dirigente entre los países comunistas, buscando disuadirlos de entrar en la carrera nuclear. (En principio, Stalin había apoyado la política nuclear de Mao, pero luego de la ruptura del gran bloque comunista los soviéticos perdieron el interés en tener como vecina a una China armada con misiles de ese tipo.)
Del lado estadounidense, fue loable la pericia del presidente Kennedy para lidiar con su frente interno. No cedió a las presiones de analistas condicionados ideológicamente ni, mucho menos, a las de los halcones de las Fuerzas Armadas, que buscaban guerra a cualquier precio, sin importar las consecuencias. (Al respecto, recomendamos ver la película 13 días, de Roger Donaldson [2000], que relata la forma cómo Kennedy tuvo que crear un comité de crisis ad hoc compuesto por gente de su extrema confianza para mantener el control en la toma de decisiones. Destaca la presencia de su secretario de Defensa, el ex gerente de la corporación Ford, Robert Mc Namara.)
Aún así, hay que señalar que ni Kennedy ni Khruschev hubieran podido evitar la guerra de no haber sido por la intervención del azar y la buena suerte (Clark, Sherry: “It’s a Shame: Robert McNamara Dies at 93”.  The Liberty Voice2009. Consultado el 8 de agosto del 2012). Si bien la racionalidad en la toma de decisiones es importante, especialmente si se trata de política exterior, lo cierto es que ésta no fue determinante. Y no lo fue porque, incluso en los más eficientes aparatos burocráticos, el más pequeño movimiento exige un consumo de tiempo y recursos que no siempre puede darse por asegurado. Asimismo, la velocidad y eficacia de las comunicaciones determina la eficiencia en una cadena de mando. Ningún líder político salvó al mundo de la guerra nuclear. Según Thomas Blanton, director de la National Security Archive de la Universidad George Washington, y el ex secretario Mc Namara, la humanidad se salvó de desaparecer de la faz de la Tierra gracias a la acción de un desconocido marinero soviético. Nunca nadie habló de su hazaña… hasta hace poco.
Vasili Arkhipov (Diario ABC de España: “Vasili Arkhipov, el marino soviético que salvó al mundo del holocausto nuclear”. Edición digital, 1.° de junio del 2012) era uno de los tres oficiales al mando de un submarino soviético tipo B-59 que navegaba con destino a Cuba cargado con torpedos nucleares. Barcos estadounidenses detectaron la presencia del B-59 y lanzaron cargas de profundidad para obligarlo a emerger, sin conocer su mortífera carga. No pudiendo establecer comunicación con Moscú, e ignorando si había empezado la guerra nuclear, la jefatura del submarino entró en una acalorada discusión sobre si responder o no con disparos de torpedos. Dada la cercanía entre el submarino y los buques, aislados y ante una inminente destrucción, uno de los oficiales al mando decidió disparar, con lo que se produciría un estallido tal que no solo destruiría los barcos estadounidenses sino también al mismo submarino. El segundo al mando estaba de acuerdo, pero se necesitaba el consenso de los tres oficiales para poder ejecutar la acción. Luego de una acalorada discusión, Arkhipov se negó a acceder y pidió emerger para dar media vuelta hasta esperar nuevas instrucciones. Unas horas después, Kennedy y Khruschev llegaban a un acuerdo que no hubiera sido posible si el submarino hubiera respondido al ataque.
Ha transcurrido medio siglo desde ese día, y con el pasar del tiempo la crisis de los misiles soviéticos en Cuba seguramente seguirá dándonos más lecciones; pero creo que de todas las que pueda dar, la más importante es la del papel del individuo en la sociedad, y la de la impredictibilidad inherente a la libertad humana. No importa cuán exacta sea una ciencia social, ni cuán sofisticada una técnica de control político o burocrático. La libertad del ser humano nos permite tener siempre una puerta abierta al cambio, porque una sola persona puede cambiar la historia si está en el lugar y tiempo adecuados, como efectivamente sucedió. Cincuenta años han pasado, y si bien las grandes potencias mundiales aún poseen armamento nuclear, por ahora la tendencia es a su control y reducción; así como a la lucha contra su proliferación.
Quiero concluir señalando que éste es un homenaje póstumo a un sujeto del que nunca nadie supo nada, y que nunca recibió los honores que realmente merecía, ya que murió en 1999. Más aún: es también un homenaje a todos esos héroes desconocidos y cotidianos que, desde su pequeño espacio, trabajan diariamente en silencio para hacer de este mundo un lugar menos malo de lo que ya es.
Vasili Arkhipov: recuerden ese nombre.
[Nota: Por motivo de este aniversario, la revista Foreign Policy creó una cuenta especial en Twitter donde se recrea en tiempo real los 13 días que duró esta crisis. AQUÍ.]

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JAIME ESPEJO ARCE