lunes, 16 de septiembre de 2013

Esa catedral llamada Mario Vargas Llosa









SERGIO VILELA
No le gusta perder el tiempo. Ni el desorden. Ni las malas noches. Ni las interrupciones. Ni la mala literatura. Ni nada que interfiera con su trabajo. Le aburre la frivolidad y el Kindle. No pasa horas en Internet. No usa el e-mail. No acumula correspondencia con ningún escritor. No ve casi televisión. No cree que se pierde de nada. Tampoco responde cartas de lectores ni hace prólogos ni presenta libros de amigos o enemigos. Aunque lleguen hasta su casa promociones enteras de colegio a pedírselo, tampoco apadrina eventos de graduación. En Lima, le han tocado la puerta más de una vez.
Tiene un gran sentido del humor. Parece un pensador demasiado serio, pero sus carcajadas son contagiosas. Le gusta escuchar pero también relatar. En una reunión con amigos puede hacer reír a todo su auditorio con sus historias. Como la vez en que cenábamos en Guadalajara y contó las peripecias de su debut y despedida como director de cine, obligado por una oferta de la Paramount, quienes le enviaron unos manuales para que aprendiera lo necesario días antes, y pudiera sacar adelante el rodaje de la adaptación de Pantaleón y las visitadoras. Es un buen comensal y un mal bebedor. Su enorme curiosidad es parte de su talento. Pregunta sobre su mundo al barrendero, al estudiante, al ministro. Por eso siempre está enterado. Tiene una memoria notable y buen oído. Se detiene a saludar. Es conocido por su sencillez. Es paciente cuando sus lectores lo acribillan por una firma. En cualquier parte, incluso cuando sale a hacer ejercicio.
Nació en el Perú, en Arequipa, en 1936. Es Aries pero es pragmático. A los diez años se enteró de que su padre no estaba muerto. Entonces se abrió la herida que lo lanzó más tarde a la literatura. Su padre no era esa ficción que él se había imaginado, en el cielo. Estaba vivo, era real y autoritario. Al tiempo aterrizó en el Colegio Militar Leoncio Prado. Allí sobrevivió a la vida de cadete escribiendo cartas de amor y novelitas eróticas, que vendía o cambiaba por cigarros con sus compañeros de sección. Le decían Poeta. Esos años le sirvieron como magma para su primera gran novela, La ciudad y los perros. Se casó con su tía Julia a los diecinueve años. Diez años después, su segunda esposa fue su prima Patricia. Tuvieron tres hijos: Álvaro, Gonzalo y Morgana.
Ha publicado más de 12.000 páginas en 18 novelas, 19 libros de ensayos, 9 obras de teatro, un libro de memorias, y su columna semanal, Piedra de Toque, que empezó hace 41 años. Además de La ciudad y los perros, ha escrito al menos otros tres clásicos de la literatura universal: Conversación en La Catedral, La guerra del fin del mundo –su libro favorito–, y La fiesta del Chivo. Una por década. Ahora, con su nueva novela, El héroe discreto, ha dicho que aspira a que sea un libro que lo sobreviva por muchos años, y tiene más planes de novelas en la cabeza. Ganó el Rómulo Gallegos en 1966, el Príncipe de Asturias en 1986, el Cervantes en 1994, y el Nobel en 2010. Perdió contra Fujimori la presidencia del Perú en 1990. Detesta a los dictadores. Es liberal y demócrata. Es optimista aunque tenga una mirada crítica. Sus opiniones suelen dar la vuelta al mundo. Nunca le ha importado remar contra la corriente.
Duerme poco y no le hace falta. Camina una hora porlas mañanas. Planifica el trabajo mientras se ejercita. Lee los periódicos todos los días, religiosamente, pero no es católico. Desayuna. Toma una ducha. Escribe toda la mañana con una concentración profesional. Dice que también se frustra, como cualquiera. Aunque no sea cualquiera. Almuerza. Descansa. En la tarde corrige, relee, corrige. Lee otros libros para descansar la cabeza. Termina la jornada. Cena con su mujer y con amigos. Va al teatro, al cine, a la temporada de ópera. Regresa a casa. Antes de dormir vuelve a leer.
Colecciona hipopótamos de todos los materiales y colores. Las yemas de sus dedos son borrosas para las máquinas que las leen en Migraciones. Ha tenido problemas en algunas fronteras por sus huellas dactilares gastadas. No es ficción. En la última página de cada libro que lee, escribe un comentario y los califica del 1 al 20. Escribe la primera versión de sus novelas a mano y con pluma fuente. Luego las pasa a la computadora. La colección de libretas con varias de sus novelas está guardada en su biblioteca. En esos cuadernos no se ven demasiados borrones. Pareciera que alguien se las dictara. Él mismo.
Este es Jorge Pedro Mario Vargas Llosa. Han pasado casi tres años desde aquella mañana de invierno que lo entrevisté por última vez, al día siguiente de la entrega del Nobel, en Estocolmo. Aun con su nuevo estatus de leyenda literaria, interrumpió su desayuno para contestar unas preguntas en vivo para la radio. Estaba extenuado y todavía se notaba que toda la semana sueca le daba vuelta en la cabeza. No tenía casi voz y tenía la pierna izquierda morada, tras haberse caído de una silla horas antes de dar su discurso en la Academia, a cuenta de una fotógrafa que le hacía unos retratos. Entonces, dio aquel discurso en el que se le llenaron los ojos de lágrimas cuando habló de Patricia Llosa, su mujer, con inyecciones para el dolor en el cuerpo.
Pero hoy Vargas Llosa abre la puerta del ascensor de su departamento en Madrid, con esa energía que conservan los deportistas profesionales a cualquier edad. Son las siete de la noche y el sol de un verano de treinta grados centígrados en España, hace pensar que recién ha entrado la tarde. El Nobel aparece en la escena, acompañado del fotógrafo que le hará los retratos antes de la entrevista, y que ahora se monta en el ascensor para ir por unos reflectores que ha dejado en el primer piso. Vargas Llosa lleva una camisa celeste y unos pantalones oscuros impecables, como es habitual. Acaba de terminar de escribir un artículo que lo tenía ocupado toda la tarde. Por eso se le ve relajado.
De inmediato se acomoda en la sala de su departamento con esa vitalidad arrolladora que lo mantiene escribiendo todos los días y dando la vuelta al mundo varias veces al año. El piso madrileño de los Vargas Llosa está ubicado a pocas calles del Teatro Real, al oeste de la ciudad, y a esta hora la luz del sol entra desde todos los ventanales que flanquean el elegante salón donde estamos ubicados. En el ambiente contiguo se puede ver el escritorio, donde hay una biblioteca de pared a pared que tiene un altillo, y frente a ella, un sofá de lectura. El orden y la pulcritud de su laboratorio de ficción son idénticos a los que guarda su estudio en Lima, salvo por que allí tiene la biblioteca principal, toda una cava de libros.
Ni bien nos sentamos, Vargas Llosa cuenta que hace unas semanas su editora colombiana le regaló la serie completa Escobar, el patrón del mal. Está muy impresionado con los capítulos que ha visto, con la producción, con el relato, pero sobre todo con las atrocidades y el carisma del Escobar de la serie. Me pregunta un par de veces –porque no lo puede creer a la primera– si aquel guion ha sido fiel con la realidad, si todo lo que se cuenta en verdad sucedió. Alucina cuando se lo confirmo. Le ha pasado lo mismo que cuando descubrió la serie protagonizada por Jack Bauer, 24: Escobar es del tipo de relatos fascinantes que no puede dejar de lado, aunque haya que verlo en la televisión y robarle horas a la lectura.
Saltamos a su novela. Cuenta que hace unas semanas ha terminado El héroe discreto, protagonizada por Felícito Yanaqué e Ismael Carrera, dos empresarios muy distintos entre sí, que tendrán que enfrentarse al mundo que los rodea. Vuelve a situar la historia en el Perú después de quince años, luego de Los cuadernos de don Rigoberto, cuyos personajes, además, aparecen como artistas de reparto en esta nueva historia: Rigoberto, Lucrecia, Fonchito, incluso el conocido sargento Lituma reaparece. Entonces, ha aceptado conversar, además de literatura, de la vida y la muerte, de la fe y del agnosticismo, pero también del futuro, del pasado, de la paz en Colombia, y de sus hijos, sus nietos, sus miedos y sus obsesiones. Empecemos.
¿Qué ha sido lo más difícil de ser padre?
Bueno, yo tuve una relación tan difícil con mi padre, a quien yo no quise nunca, que me propuse que la relación con mis hijos no fuera jamás a reproducir la que tuve con él. Entonces, creo que fui un padre sin autoridad. Renuncié a la autoridad con mis hijos y en mi casa ese rol lo tuvo Patricia, mi mujer. Tuve una magnífica relación con ellos, sin autoridad. Y ha funcionado, yo creo, bastante bien.
¿Qué fue lo que más le costó en esa relación con sus hijos?
Siempre quise inculcarles que debían tratar de descubrir en ellos su vocación. Que lo más importante era aquello a lo que iban a dedicarse. Creo que la gente más desgraciada, menos feliz que he conocido en la vida, en todas partes, lo era porque no hacía lo que le hubiera gustado hacer y, por el contrario, hacía lo que no le gustaba hacer. Eso les provocaba una frustración tremenda que los hacía gente amargada, muy poco competente. En cambio, la gente menos infeliz que he conocido es la que ha podido dedicar su vida a lo que le gusta y ha podido vivir de eso. Siempre me ha parecido que este tipo de personas pueden apreciar mejor la vida. Entonces, esa fue siempre una preocupación muy grande con mis hijos, que ellos pudieran dedicarse a lo que realmente les gustaba, a lo que iba a ser esa vocación.
¿Se preocupó también porque entendieran su mundo?
Me preocupé sobre todo de que fueran buenos lectores, que gozaran con los libros tanto como he gozado yo. Desde que eran muy niños esa fue una preocupación para mí muy importante, porque la lectura a mí me ha enriquecido la vida de una manera extraordinaria, y por eso quería compartirla con ellos. Esta fue mi otra gran preocupación como padre. Al mismo tiempo, los jóvenes viven hoy unas experiencias que son muy difíciles de entender por la gente de mi generación, porque el abismo que hay es enorme.
¿Cómo es ese mundo al cual se refiere?
Hubiera sido difícil imaginar para cualquier persona que el mundo cambiara tanto y de manera tan radical, un mundo donde a veces encontrar un trabajo es ya un privilegio extraordinario. Esas cosas no existían cuando yo era joven, el trabajo parecía garantizado para todos. Ahora, hay otros valores, otros ritos, otros íconos. Si por un lado, uno como padre intenta garantizarle a un hijo toda la libertad necesaria, por otro es muy difícil procurar que la experiencia que tú tienes, que es de otro tiempo, le sirva de provecho. Además, es casi imposible convencer al otro de algo, porque la experiencia no se transmite. Son las preocupaciones con las que se tiene que enfrentar un padre.
Precisamente, por estar tan entregado a su vocación, ¿esa obsesión por su trabajo generó cierta ausencia familiar con sus hijos? ¿Se lo reclamaron en algún momento?
Sí, me lo reclamaron. He vivido tanto tiempo absorbido por mi propio trabajo que no he tenido tiempo para dedicarlo a la familia. Afortunadamente, creo que eso se compensaba con el hecho de tener una familia muy grande: mi suegra, mis tíos, mis primas, porque aquello creaba ese ambiente íntimo en el que yo participaba poco. Mi vida ha estado siempre absorbida por el trabajo, primero, trabajos alimenticios cuando era más joven y, después, trabajo literario que me absorbe todo mi tiempo.
Saltando a la generación más reciente, ¿cómo es la relación con sus nietos, cómo ven ellos al abuelo Nobel?
Me ven sin ningún respeto. Están acostumbrados a verme en pijama y sin zapatos. Entonces respeto creo que no me tienen ninguno. Creo que les da cierta gracia que su abuelo sea conocido. Pero ellos pertenecen a una generación en la que un escritor ya no intimida a nadie, no merece el respeto de nadie. Mi relación con mis nietos es muy sana, es una relación muy simpática. Como no tienes las relaciones de la paternidad y sus servidumbres, solo te quedan las delicias de la paternidad.
Usted que es un curioso profesional, ¿qué es lo que más le asombra del mundo de sus nietos?
Lo que más me sorprende es la facilidad con la que los niños hoy en día se adaptan al mundo audiovisual y las enormes transformaciones que ha traído la imagen consigo. Ver a mis nietecitas de cinco y seis años, las hijas de Morgana que son las más pequeñas, ya jugando con los celulares es algo que me impresiona muchísimo y al final me asusta. Me asusta porque no sé si todo eso hará que al final los libros desaparezcan, que para esa generación pase a ser algo secundario. Espero que no sea así, no solo por mis nietos sino por la humanidad. Sería una pérdida inmensa.
¿Y toma acciones al respecto con sus nietos, para que los libros no sucumban frente a los celulares?
No, yo dejo que los padres hagan lo que a ellos les parezca. Y no creo que sea bueno privar de la televisión, por ejemplo, a nadie. Aunque podía ser una droga peligrosísima, nosotros nunca privamos a mis hijos de que vieran televisión. Peor era crear seres marginados en la sociedad. La dosificamos un poco, pero nada más.
Siendo usted agnóstico, ¿cómo administró la religión y la fe en su casa?
Nosotros decidimos no bautizar a mis hijos para que ellos decidieran, cuando tuvieran uso de razón, si querían ser creyentes, pero naturalmente en una familia católica como la mía, mi madre y sus hermanas bautizaron a mis hijos sin que nosotros supiéramos. Uno de ellos es creyente, no digamos practicante, pero sí creyente; otro, que fue muy religioso de pequeño en el colegio donde estaba –una gran sorpresa para mí– después ha pasado a ser un curioso deísta, pero fuera de todas las religiones, y otro es agnóstico. Hay caminos muy distintos entre los tres hermanos.
Entre los artistas hay demasiadas historias de hijos gravemente afectados por la fama de sus padres, ¿cómo manejó ese riesgo?
Me preocupó mucho que ser una persona conocida fuera algo que los pudiera aplastar. Para un hijo de alguien conocido puede ser una carga muy pesada. Esa fue una de las razones por las que mi mujer y yo quisimos que ellos se educaran fuera del Perú, en medios donde su padre no era nadie y no representaba absolutamente nada. Entonces, en Inglaterra, en España, donde han estudiado, ellos tenían que valerse por sí mismos, y obtener lo que querían por ellos mismos y no por su padre. Espero no haber sido una sombra aplastante en el desarrollo de su personalidad, de su formación. De hecho estoy orgulloso de ellos porque han hecho su vida en función de su vocación, en lo que cada uno ha escogido. Creo que no he sido un estorbo, que era una cosa que me preocupaba. He conocido muchos hijos de famosos destruidos por la popularidad de los padres. Afortunadamente eso en mi familia no ha ocurrido ni va a ocurrir.
Cuando le han preguntado sobre los nuevos proyectos que tiene para el futuro ha dicho: “Yo espero que la muerte me encuentre escribiendo”.
Así es, espero tener lucidez suficiente para poder escribir hasta el final, escribir y leer es lo que más me gusta, son dos cosas inseparables. Siempre he admirado a esas personas que llegan hasta el final con la lucidez suficiente como para mantener vivo lo que es más importante para ellos. Fíjate que leí, hace dos o tres años, un librito que encontré en París en una librería, con el discurso que pronunció Claude Lévi-Strauss en el homenaje que le hicieron cuando cumplió 100 años. Yo me decía a mí mismo cuando leí ese texto, que además es un texto precioso, “qué envidia, qué maravilla llegar al final de tu vida con esa lucidez, con esa claridad mental”. Es un discurso en el que él recuerda su juventud, recuerda cómo entró a la universidad, como a través de la literatura fue llegando a la antropología, que no existía en ese momento como una especialidad de las humanidades. Un discurso con una lucidez realmente extraordinaria y de una gran elegancia. Recuerdo haber pensado: qué estupendo que la decadencia inevitable no hubiera dañado esa mente y le hubiera permitido llegar hasta el final. Todavía vivió dos años más, porque murió de 102.
También ha dicho que después del Nobel y de los homenajes que le han rendido desde entonces, se ha sentido más de una vez como quien recibe un homenaje póstumo.
Bueno, pues sí. Se dice del Nobel que mata a sus beneficiarios, que después de ganarlo no vuelven a escribir o que entran en una especie de parálisis, que se convierten en unas estatuas. Recuerdo haber dicho eso cuando me dieron el premio: “No me voy a convertir en una estatua” y creo que lo estoy demostrando.
Pero ¿qué piensa un agnóstico de la muerte?
Pues de la muerte, yo nunca he tenido miedo de la muerte, he tenido miedo de la enfermedad.
¿Ni de joven?
No, yo recuerdo un compañero de colegio del que era muy amigo, que tenía ataques de terror cuando pensaba en la muerte, de quedar verdaderamente paralizado del terror. La verdad, yo no he pensado mucho en la muerte y creo que una de las cosas que a mí me defiende contra esa, digamos, presencia ominosa es mi trabajo. Cuando yo estoy trabajando, estoy muy concentrado en mis proyectos y eso me defiende muchísimo. Mi esperanza es no pasar por la decadencia, que la muerte sea brusca, súbita, es lo ideal. El trámite de la decadencia es siempre muy penoso, es una gran humillación física, mental. Procuraré evitarla en lo posible.
Pero no es algo que le preocupe demasiado entonces…
Bueno, digamos, es imposible no pensar en eso. Tengo ya 78 años y a esta edad es innegable saber que está muy cerca. Soy agnóstico, que no es ser un ateo, es ser un perplejo. Es ser una persona que reconoce el más allá, pero que existe otra vida o no existe, eso no te lo podré decir. Mi inteligencia no me da, no tiene vuelo suficiente para entender cómo podría ser esa otra vida, y de todas las explicaciones que existen ninguna me convence. Ahora, al mismo tiempo, tampoco me convence la afirmación categórica de los ateos de que esa otra vida no existe y que no hay nada y que todo lo que hay aquí es todo lo que habrá. Tampoco mi inteligencia me permite aceptar eso con la seguridad categórica, fanática del ateo. Entonces lo que soy es eso, tengo dudas.
¿Qué tipo de dudas?
Un agnóstico también puede acercarse al final de su vida preguntándose ¿adónde llego?, y yo llego a aceptar que puede haber algo que no está a mi alcance ni entender ni percibir. Algo que prolongue de alguna manera la existencia, pero algo que no está a mano de nuestro conocimiento, de nuestra comprensión, únicamente al alcance de nuestra fe. Y como yo no tengo fe, pues simplemente no lo puedo ni afirmar ni negar, pero sí admitirlo como una conjetura, como una hipótesis, hasta eso puedo llegar. Ahora, es esa una convicción personal. Desde el punto de vista social, desde el punto de vista político, creo que no se puede prescindir de la religión, que los intentos a lo largo de la historia por acabarla han fracasado siempre. El grueso de los seres humanos necesita creer que hay otra vida, que con esta existencia no se termina todo. Es una necesidad que la encarnan las religiones porque dan ese mínimo de tranquilidad que permite que una sociedad funcione. Sin esa seguridad lo que sobrevendría sería el caos más espantoso o una especie de anomia, pesimismo. La religión es muy importante desde el punto de vista social, siempre y cuando no acapare el Estado, que debería ser laico para permitir que haya democracia, que haya equidad y consistencia en la gran diversidad de creencias. La idea decimonónica de que el avance del conocimiento iba a acabar con la religión es una absoluta ingenuidad, la realidad demostró que eso no es cierto.
¿Alguna vez ha estado en alguna situación en la que haya tenido algún tipo de experiencia inexplicable, desde su pragmatismo habitual?
Creo que el conocimiento racional no abarca toda la experiencia humana. Hay dominios, ámbitos en los que el conocimiento racional no llega con la suficiente certeza, entonces constantemente te estás llevando sorpresas, estás descubriendo que la vida está llena de coincidencias, momentos inesperados que hacen que la vida sea tan fascinante, tan rica, tan asombrosa. Si ya estuviera agotado todo el conocimiento de la ciencia, qué aburrida sería la vida. La vida no es estática, se va renovando constantemente y a medida que hay avances en el conocimiento, el cambio es muchísimo mayor, de tal manera que siempre habrá novedades en nuestra forma de entender. Cooper lo llama “la búsqueda sin fin”. Creo que la vida es eso, una búsqueda sin fin.
¿Hay algo que extrañe en particular de la juventud?
De la juventud, la juventud. El tener todas las puertas abiertas, el creer que eres el dueño del mundo, creer que todas las oportunidades están allí. Hombre, no lamento mi vida para nada, he dedicado mi vida a lo que me gusta, y eso es lo mejor que a uno le puede pasar, pero al mismo tiempo hay cierta nostalgia porque los mejores años, los años de mejor vitalidad, de empuje, ya quedaron atrás.
Sin embargo, es una persona incansable, llena de vida y de empuje…
Exactamente. Sí, sí lo tengo y espero tenerlo hasta el final. Pero al mismo tiempo me doy cuenta de que las empresas a las que puedo lanzarme ahora tienen que ser necesariamente limitadas. Hay cosas que ya no puedo hacer, aunque las que puedo llevar a cabo son muchas y espero hacerlas hasta el final de la vida. Espero estar siempre en movimiento.
Hablemos de su nueva novela El héroe discreto, la historia de dos empresarios, uno emergente de una provincia del Perú y otro de la alta sociedad de Lima, que tienen que enfrentarse contra sus mundos, ¿qué lo motivó a escribir esa historia?
Me encontré con un país que estaba en pleno proceso de modernización y claro en Piura –una ciudad en la que el autor vivió algunos años de su vida– lo pude percibir muchísimo mejor. El recuerdo de la vieja Piura, que ha quedado como perdida y casi disuelta, ha sido reemplazado por una ciudad moderna. Ese contexto me dio la idea de una historia y me incitó a escribir sobre ese nuevo país. Ahora, la historia misma, como siempre me ha ocurrido con todo, nace de una experiencia que a mí me marca mucho. De pronto, a partir de ahí surge un fantaseo, el boceto de toda una novela. Esta historia fue una que ocurrió en otra ciudad, en Trujillo. Supe que allí había mafias, chantajistas, que a los nuevos empresarios les pedían cupos y me contaron que un empresario de una pequeña compañía de transportes, al que intentaban extorsionar, había respondido a la mafia diciéndoles, a través de un aviso en el periódico, que no les iba a pagar. Los había desafiado y esa idea me quedó dando vueltas en la cabeza. Al poco tiempo, me di cuenta de que estaba tratando de imaginarme al personaje. Se me ocurrió que debía ser un hombre muy humilde que, con el crecimiento del país, había hallado su oportunidad para desarrollarse, había creado su empresa y de pronto se encontraba ante una amenaza especial y reaccionaba con esa gallardía, con esa valentía no solo física sino moral. Me encontré de repente con que ya estaba trabajando en un nuevo libro, y mudé la historia a Piura porque es un mundo que conozco mucho mejor.
Como en muchas de sus novelas, ¿su propia experiencia aporta esta vez también ese magma, como usted llama a ese material inicial?
Todas las novelas que he escrito, todas las historias que he escrito, porque me pasa también con las obras de teatro, nacen de experiencias vividas. La memoria tiene un papel central que me va dando siempre personajes o situaciones o anécdotas. No quiero decir que no trabaje con la imaginación, por supuesto que sí, muchísimo, pero hay una materia prima que viene sobre todo de recuerdos.
Los dos personajes principales de esta novela, Felícito Yanaqué e Ismael Carrera, son héroes que se rebelan contra su realidad, al igual que los protagonistas de La guerra del fin del mundo o El sueño del celta, por mencionar solo algunas de sus obras, ¿por qué le fascina que sus héroes tengan ese perfil?
Esa es una característica que para mí es muy seductora. Si hay una constante en mis personajes es esa, que van contra la corriente, que no temen enfrentarse a una oposición o política o social o económica o familiar. Frente a condiciones adversas ellos siempre son muy fuertes. Es el tipo de personaje que aparece siempre en mis historias, aunque al principio no me di cuenta de que era así.
¿Usted es un personaje suyo entonces?
Bueno, en cierta forma se parecen a mí, porque no temen enfrentarse, nadar contra la corriente, corriendo todos los riesgos que eso implica.
Lo he escuchado decir que uno de los materiales más útiles, mientras está investigando para una novela, es la chismografía, ¿cómo funciona su cabeza mientras está en etapa de creación?
La chismografía es una fuente muy rica de material para un escritor, es cierto. Cuando estoy escribiendo, en un momento determinado, me convierto en una especie de esponja que absorbo todo lo que oigo, veo, hago, leo, por si me puede servir para lo que estoy haciendo. De pronto, una palabra, una expresión, un dicho, una anécdota, una cara, el tic de alguna persona, si me sirve, inmediatamente me lo apropio. Es un mecanismo casi automático de la propia memoria, que va vigilando todo. Sigo viviendo, pero al mismo tiempo alguien está allí adentro mío vigilante, viendo qué cosa puede servir. Pasa sobre todo cuando ya tengo clara la historia, cuando estoy corrigiendo. Es entonces cuando tengo la sensación de que vivo enteramente para la obra que estoy escribiendo y que todo lo que hago o veo u oigo me sirve.
Es muy conocido por su disciplina férrea, por su convencimiento de que lo único que permite tener una obra es el trabajo permanente. Pero ¿tiene también momentos de flojera mundana?
De flojera mundana no. Porque no he tenido que hacer ningún sacrificio para la vida mundana. Esa vida no me gusta, no soy una persona que le gusten las fiestas, por ejemplo. La noche para mí ha sido más bien de trabajo, cuando fui periodista de joven, o después en mis años en la radiotelevisión francesa, también trabajaba de noche. Una vez dije que nunca había ido a una discoteca, entonces provoqué una carcajada, como quien ha dicho una broma. Pero lo decía de verdad. No ha sido para mí un sacrificio perderme de esa parte de la noche. Fíjate que viví cinco años en Barcelona y había una discoteca que era muy famosa llamada Bocaccio. Un día le dije a Patricia, “es increíble que ya nos vamos a ir de aquí sin haber pasado por esa discoteca”. Entonces fuimos y miramos cómo era y eso fue todo. Nunca ha sido un sacrificio obviar esos lugares porque detesto la bohemia. A mí me gusta ir a cafés a leer, a escribir. Después, me gustan las reuniones con amigos, grupos más bien pequeños que sean muy afines. Eso sí que me encanta. Pero si tengo que elegir algo esencial, eso es mi trabajo. Es lo que realmente me gusta, leer y escribir y a eso dedicar la mayor parte de mi tiempo, muchas horas al día. Eso no es un gran sacrificio, sino un gran placer. De todos modos, hay momentos en que me cuesta muchísimo esfuerzo, en los que tengo ganas de tirar abajo el escritorio.
¿Un Nobel también se nubla?
Sí, tengo momentos de gran frustración, de impotencia, de sentir que todas las cosas están saliendo mal, porque soy humano. Pero la experiencia me ha mostrado que si yo persevero, que si yo insisto, las cosas al final van desatorándose, van apareciendo las historias, eso es un placer enorme y además es lo que me da el equilibrio. El equilibrio me lo da mi trabajo. Si voy bien con él, todo lo demás se acomoda bien, funciona bien y me siento muy animado y contento. En cambio cuando el trabajo no funciona o por alguna razón tengo que dejar de trabajar, entonces el mundo se me desbarata. A mí el equilibrio me lo da el trabajo y la disciplina es algo a lo que me vi obligado desde muy chico, que tuve que ganarme la vida. Esa es una de las cosas que mi padre me dio sin querer dármela. Él me dejó de dar propina cuando yo era muy joven y estaba en el último año del colegio. Lo que yo tenía, me lo ganaba haciendo periodismo, escribiendo los artículos y después durante toda la universidad trabajé. Hacía muchas cosas y el escribir me obligaba a ser muy disciplinado. Tenía que organizar mi vida de una manera muy rigurosa. No hubiera podido escribir todo lo que he escrito sin esa disciplina. Bueno, tengo que decir otra cosa: me desentendí de la casa desde que me casé con Patricia. Me alejé del todo de las preocupaciones domésticas, de la administración, de todos los problemas. Eso nunca me preocupó. Patricia me facilitó la vida y ha sido una gran tranquilidad porque he podido concentrarme en mi trabajo con una dedicación total que yo no hubiera podido tener de otro modo.
Entonces, ¿si es cierta su fama de que no cambia un bombillo?
Soy inútil para esas cosas, la verdad que sí.
Hace poco le confesó a una periodista que tenía como una facilidad para enamorarse ¿eso es cierto?
Bueno, yo fui bastante enamoradizo, bastante romántico, me enamoraba, sufría, lloraba, escribía cartas desgarradoras de amor, he pasado por todo eso cuando era joven. Sí, en eso soy profundamente sudamericano.
¿Como los boleros que le gustaba escuchar?
Sí, exacto.
Además de su disciplina de cadete, ¿es cierto que duerme poco?
Mira, mi rutina es muy estricta. Sí, duermo poco, siempre dormí poco. Recuerdo que mis compañeros en La Salle soñaban con que llegara el sábado, el domingo para poder dormir hasta mediodía. Nunca entendí eso porque siempre me despertaba muy temprano. Además, siempre me gustó mucho la mañana para trabajar, para estudiar. Siempre me despierto muy temprano, nunca duermo más de cinco horas, a veces seis, pero es algo excepcional. Por eso a las seis de la mañana ya estoy despierto.
Duerme pasada la medianoche..., ¿cómo suele ser un día común en su vida?
Sí, a eso de las doce y media o la una, leo antes de dormir. Leo al despertarme, después hago ejercicios por media hora, para el hombro, para la espalda y luego camino una hora. Salgo con Patricia y esa hora de caminata para mí es muy importante porque es ahí donde preparo el trabajo del día. Ahí hago el esquema de lo que va a ser el trabajo, de adónde voy a llegar o adónde voy a ir, lo que voy a hacer. Luego regreso a la casa y también leo periódicos, eso para mí es también una especie de necesidad vital, periódicos de papel. Cuando no hay más remedio pues los leo por Internet, pero si puedo, prefiero el papel. Después ya la ducha y a trabajar, generalmente hasta las dos de la tarde no me muevo de mi escritorio. Esas horas para mí son las mejores del día, las más creativas, donde siento que avanzo. Luego almorzamos y tomo un descanso, eso no lo hacía antes, pero desde hace algunos años duermo una media hora. Luego trabajo en la tarde, y el trabajo de la tarde es más de corrección, de investigación, de lectura. Muchas veces en las tardes, ahora lo hago menos, prefería irme a trabajar en una biblioteca. Me gusta mucho, siempre he trabajado en bibliotecas o un café, en España o en Francia donde hay cafés.
¿Y ahora la gente lo deja trabajar?
Desgraciadamente ya no tanto. No voy a trabajar a los cafés como antes porque la gente me interrumpe demasiado. En las noches generalmente no escribo. En las noches veo amigos, voy a cine. Me gusta mucho el cine, el teatro, los conciertos. Y después está la lucha más difícil que es la lucha para defender el tiempo, pero a eso me ayuda Patricia y me ayudan mis secretarias. Son un parapeto, y me tratan de frenar todo lo más posible.
¿Cómo es su relación con Internet, siendo una fuente infinita de información y usted un gran lector?
Sí, pero yo no la aprovecho. Sino excepcionalmente…
Porque el mail usted no lo maneja…
No, ni contesto cartas. Cuando empecé a recibir cartas, que es cuando publiqué mi primera novela, las respondía todas y en un momento dado me di cuenta de que si yo contestaba todas las cartas no iba a tener tiempo no solo para escribir, sino para leer. Aquí no te exagero, nunca menos de cien cartas por semana, es absolutamente imposible que yo pueda darme tiempo para eso. Entonces, las lee Patricia y las leen las secretarias. Leo alguna que otra, generalmente no las contesto, salvo que sean cosas muy puntuales. En esos casos sí las dicto muy rápido. Pero correspondencia literaria mía nunca se podrá publicar, porque simplemente no hay.
¿Tiene una computadora personal con Internet, la suya solo la usa para escribir?
Tengo una computadora que utilizo como una máquina de escribir. Excepcionalmente, cuando estoy fuera, en Nueva York por ejemplo, no hay más remedio que entrar a Internet para leer los periódicos. Si quiero saber qué pasa en España, qué pasa en el Perú tengo que ir a Internet, a Google. Pero no me siento en mi elemento, definitivamente no estoy en mi elemento. Tengo verdadero terror al ver gente que solo vive para las pantallas. Una de mis imágenes de horror fue justamente en Nueva York un domingo, durante el tiempo que estaba enseñando en Princeton. Entonces, vivía en Manhattan y recuerdo que estaba muy cerquita al departamento, sentado en una mesa almorzando y al frente había una pareja joven y yo no me he olvidado nunca de eso: no cruzaron una sola palabra en todo el almuerzo, los dos estaban con los celulares, jugando con los celulares, no sé si estaban hablando por los celulares. Incluso, comiendo, seguían con los aparatitos y finalmente pagaron y se fueron y no cruzaron una palabra, no hubo diálogo, en ningún momento conversaron, totalmente imantados, enganchados a sus pantallas, qué imagen de horror me dio, la conversación había desaparecido, necesitaban el intermediario, la pantallita, mira qué cosa, ahora es una cosa normal, tú estás conversando con la gente y la gente está con los aparatitos delante de ti, o sea está más atenta a los aparatitos que a lo que vas diciendo. A mí eso me produce bastante espanto, que la gente se vaya a confinar más, se vaya a aislar más con ese aparatito y que desaparezca la comunicación viva que es un arte, una institución tan rica, tan importante.
¿Cómo se imagina el mundo dentro de 50 años?
Me cuesta mucho imaginármelo porque creo que es un mundo que va a estar muy determinado por lo que es la gran revolución audiovisual. Es un mundo en el que las imágenes van a ser cada vez más importantes, en el que las máquinas van a establecer una especie de dependencia creciente y mi gran curiosidad es saber qué ocurrirá en ese mundo con la lectura y con los libros, ¿van a sobrevivir los libros o van a ser totalmente erradicados?, ¿o va a quedar la lectura como una actividad subterránea de catacumbas, donde habrá como una fraternidad exótica, excéntrica de gente que todavía buscará los libros para leer? Lo que sí es seguro es que esa revolución en la que las pantallas tienen el protagonismo y los libros han quedado en la retaguardia va a crear un tipo de literatura totalmente distinta, de otra naturaleza. Creo que esa literatura va a ser mucho más de entretenimiento, mucho más de espectáculo, que una literatura profunda, que una literatura dentro de la gran tradición libresca. Ahora ves cómo por una parte hay ese desarrollo prodigioso de la ciencia y la tecnología y por otra parte cómo todo eso sirve para que el terrorismo, que era una actividad más bien marginal, casi pintoresca, hoy día se convierta en una fuerza destructiva absolutamente vertiginosa. El gran desarrollo de la tecnología ha dado también lugar a más destrucción y al fanatismo que está detrás del terrorismo. Entonces, ¿hasta qué punto eso va a marcar el futuro, hasta qué punto va a empujar a la humanidad a nuevas catástrofes y a catástrofes vertiginosas? Es algo que no se puede descartar. Es una posibilidad que desgraciadamente puede ser aprovechada en la mala dirección. Tengo una gran incertidumbre.
Ahora que hablamos de terrorismo y violencia en el futuro, le pregunto sobre el presente de Colombia, ¿cree que la paz pueda ser posible?
Hombre, sí, la paz es posible sin ninguna duda. Si tú ves lo que ha pasado en Centroamérica, por ejemplo, donde había guerras civiles desatadas y al final esas guerras civiles han desaparecido, gracias a acuerdos de paz, o sea la posibilidad de algún acuerdo, creo que existe. Todo el mundo desea la paz, pero ojalá no haya un aprovechamiento político que lleve a decisiones precipitadas. Creo que es muy importante que esa paz no dependa de la coyuntura política, no se convierta en una base electoral, que la paz se establezca realmente sobre bases sólidas, firmes, permanentes, desde luego eso hay que desearlo, hay que aplaudirlo si se realiza. Por otra parte yo creo que hay unas condiciones que empujan a todos hacia eso: la guerrilla en Colombia es un anacronismo total, está completamente fuera de nuestro tiempo, de lo que es la realidad y de lo que es la realidad del país. Colombia es una democracia, las instituciones mal que mal funcionan, y es un país que se desarrolla y se moderniza rápidamente. Dentro de ese contexto la guerrilla es un anacronismo absoluto, que solo produce violencia, es una rémora tremenda para lo que representa el país. No puede haber un idealismo real detrás de lo que es hoy en día la guerrilla, tan subordinada al narcotráfico o que lo quiera convertir simplemente en una forma de vida de las gentes que están como confinadas en la actividad guerrillera. Ese anacronismo se registra sobre lo que es la realidad, la guerrilla se ha ido encogiendo. Si no se llega al acuerdo de paz, las Farc seguirán siendo golpeadas y van a seguir reduciéndose. Creo que hay un incentivo para los guerrilleros para seguir buscando ese acuerdo. Así que hay que desearlo, pero debe ser un acuerdo de paz absolutamente real.
¿Qué piensa del fallo de La Haya sobre el diferendo entre Colombia y Nicaragua?
Si los países se someten a la Corte Internacional de La Haya y aceptan su jurisdicción hay que acatar sus fallos, eso desgraciadamente es así. Ahora vendrá muy pronto el fallo de Perú y Chile, y los países se han comprometido a aceptarlo. Habrá que aceptarlo para que eso quede atrás y se pueda seguir avanzando. Es eso lo que de verdad importa.

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JAIME ESPEJO ARCE